“César era otra cosa. Podías hablar con él de filósofos y de magia, de
pintura y de poesía, de armamento y de traiciones.”
(Manuel Vázquez
Montalbán, O César o Nada)
Somos muy dueños de
aprovechar o desaprovechar las ocasiones u oportunidades que brinda la vida
como nos plazca. Así mismo, también somos libres de dejarnos llevar por
nuestras filias y fobias a la hora de conformar nuestras empatías pero el modo
en que lo hacemos denota, en muchos casos, los prejuicios contagiados
alevosamente por gente que, inexplicablemente, hemos convertido en referentes
de opinión.
Unos minutos después de
despedirme de César Cabo, me vinieron a la memoria las palabras con las que
encabezo estas líneas y que el gran Manuel Vázquez Montalbán puso en boca de
Maquiavelo para describir al segundo de los hijos de Rodrigo Borgia y Vanozza
Catenei. Quizás el hecho de que ambos compartan el mismo nombre detonó la
asociación de ideas pero, sin lugar a dudas, esa descripción bien podría
responder al retrato de alguien que no deja indiferente y que, como el
personaje histórico, se ha batido el cobre en un entorno de intrigas,
maquinaciones y engaños.
El clavo que sobresale
siempre recibe un martillazo y esa máxima, inherente a la condición humana, que
se eleva a la enésima potencia en un país donde la envidia es el deporte nacional
y donde la frivolidad o la anécdota se confunden con el periodismo analítico, es
algo que el exportavoz de la Unión Sindical de Controladores Aéreos (USCA)
asimiló a marchas forzadas durante su etapa al frente de la secretaría de
comunicación externa.
Que la travesía ha sido dura
es algo innegable pero constato que de todo ello ha emergido un hombre curtido
que las ve venir de lejos y que no solo ha sobrevivido a la puñalada intestina
sino que además de aprender a sacarse el cuchillo sin desangrarse, también ha
adquirido la destreza de darse los puntos de sutura cuando conviene.
Decir que César Cabo es tan
normal como el vecino del quinto es una verdadera simpleza, a no ser que te
haya tocado en gracia un inquilino instruido, de verbo ágil y pensamiento
veloz, capaz de hablar distendidamente y sin pedantería sobre lo divino y lo
humano en unos cuantos idiomas, si fuera preciso. Tiene la mirada serena y
analítica del que está de vuelta de muchas cosas pero que no ha perdido un
ápice de curiosidad por el mundo que le rodea. Destila transparencia, una
firmeza de principios que conmueve y esa complejidad que es común a las mentes
eclécticas tendentes a la autocrítica. Más allá de su naturaleza mesurada, se
le intuye un carácter fuerte, con el toque navajero que la batalla confiere, y
que algún que otro taimado maestro de pista mediática tachó de prepotente al
percatarse de que el señor Cabo no estaba por la labor de convertirse en carnaza
para los leones del circo.
De toda esta vorágine ha
salido algo despeinado, con algunos arañazos donde más duele pero en pie.
La indigestión por los sapos y culebras tragados va pasando y de a poco va retomando
las riendas de un caballo que se desbocaba por momentos. Ya no hay tensión en
su gesto y cada vez lo tienen más difícil quienes pretenden crisparlo, pues si
algo ha aprendido es a diferenciar entre el insulto fruto de la anodina
carencia de argumentos y la crítica reflexiva que, lejos de lastrarle, le
motiva.
Todos nos dejamos arrastrar
por la superficialidad en ocasiones pero
hay una clara diferencia entre quienes disfrutan recreándose en la nada y los
que en algún momento se paran a considerar el por qué de tanta ofuscación. El
que logre vencer el prejuicio, incluso desde la discrepancia, probablemente
refrendará las palabras que, de nuevo Montalbán, hace pronunciar esta vez al
general Corelli: “Tú aún eres tú, César”.
Lo C. Gutiérrez